sábado, 17 de junio de 2017

Acontecer gris y nadie se entera

Noche cerrada, oscura y fría sobre la ciudad. El viento arrecia, silba al abrirse paso por las hendijas de las paredes y por los agujeros del techo del viejo galpón. Crujen las desclavadas y oxidadas chapas al resquebrajarse ante la fuerza del improperio climático. Un par de goteras, que caen cercanas, parsimoniosas y alternadas con precisión de reloj suizo, hacen hoyitos cada vez más profundos sobre el piso de tierra y anuncian que llovizna en el exterior. El hombre se acurruca un poco más, casi al borde de la imposibilidad, acentuando al máximo la posición fetal en la que se encuentra, acostado de lado, en un vano intento por atenuar las inclemencias de la estación de las heladas. Está casi sumergido en el interior de una sucia y maloliente pila de papeles y cartones depositados allí vaya uno a saber con qué finalidad. Su aliento despide entre cortados vapores blanquecinos, aunque no está fumando. Sus manos tiemblan sin cesar y no es Parkinson lo que lo afecta. Unos cartones impulsados por alguna extraña fuerza o tal vez por simple gravedad se deslizan conmiserativos por sobre su cuerpo como si quisieran cubrirlo, resguardarlo, o no dejar que se le escape el escaso calor que puede generar su enjuta humanidad. El alto techo que nulo abrigo da, aunque bien cubre de la intemperie, alberga decenas de palomas, además de un par de búhos de enormes y desorbitados ojos inquietos: mudos testigos nocturnos de tal desazón y abandono, aunque más atentos a la posible salida de roedores que a la contingencia que afecta al desgraciado.

Amanece en la ciudad. La leve claridad del aún encapotado día va progresivamente desplazando las penumbras del enorme galpón abandonado. Las palomas lentamente van despejando la modorra del lugar con sus aleteos y desplazares, pronto comenzarán a salir a través de los huecos del deteriorado techo a buscar el sustento diario. Ya no advierten allá abajo movimiento alguno que las logre espantar.

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